7 feb 2012

La cocina y yo

Autor: Rotter
1ª de Ciencias Humanas

Influido por la profusión de programas culinarios que a toda hora segregan los canales televisivos, tomé una determinación: “Estas Navidades voy a cocinar”. Con ello pretendía también, alcanzar el reconocimiento social que proporciona el arte del cucharón.

Esta decisión aparentemente trivial para el común de los mortales, adquiría en mi caso  proporciones  épicas, dada mi incapacidad culinaria y mi voluntaria ignorancia del tema.

Así que me puse manos a la obra, dispuesto a promover mi personal “Culinary Center”.

Provisto de un mandil de grueso hule, un par de guantes de trabajo y gafas de seguridad, (la protección ante todo), me situé frente a la encimera y comencé a distribuir estratégicamente mi instrumental.
Ordenadamente coloqué un par de recipientes graduados, un juego, cucharas de diversas capacidades y un peso electrónico previamente calibrado a cero.

Además, cual caballero que vela sus armas, dispuse ante mí, cuchillos, trinchantes, paletas, cucharas de madera, espumaderas y un par de artilugios cuyo nombre y aplicación ni siquiera conozco.

Sin un rumbo fijo, tomé un libro de cocina, que por su grosor y solidez me inspiró confianza. Y que por otra parte, daba la impresión de haber sido utilizado, a juzgar por los vestigios alimentarios depositados en sus portadas.

No entraré en los pormenores de mi elección, que fue un tanto aleatoria, y pasaré directamente a relatar mis vicisitudes.

Apenas iniciada la lectura, ya tropecé con mi primera disyuntiva:
“Tómese un cacillo pequeño”

¿Cacillo? ¿Pequeño? Lo que yo entendía por cacillo no aparentaba tener ni la estabilidad, ni la capacidad ni la apariencia adecuada. En cuanto al tamaño ¿En qué referencia podía basarme? Opté por consultar un catálogo de menaje en internet  y tras un concienzudo diagnóstico, asumí cual podía ser el diámetro apropiado.

Me sumergí metro en mano entre fresqueras, alacenas y estanterías hasta que  localicé una cacerola cuyas  dimensiones se ajustaban a mis necesidades.

Envalentonado por este primer logro, proseguí en mi empeño
“Añadir dos puñados…”

¡Vaya ya estamos de nuevo! De verdad que lo intenté. Pero  el escurridizo ingrediente se escapaba entre mis dedos dejando un residuo difícilmente ponderable. Finalmente trasegué como pude dos porciones de una cuantía incierta. Pero… ¿Habría acertado con  “el puñado”? ¿Eran mis manos de la talla adecuada? Realmente son más bien pequeñas, por lo que tomé la decisión de añadir una porción suplementaria de aquella sustancia, por mi cuenta y riesgo.

Agregué pues, unos mililitros adicionales, objetivamente tasados, medidos y sopesados  en una de mis vasijas dosificadoras.

Siguieron varias operaciones más o menos triviales y superadas  con diferentes grados de acierto, hasta que…
“Agregue  las yemas de dos huevos medianos”

En principio el proceso de  clasificación por talla no aparentaba entrañar mayor dificultad. Mera función de equidistancia entre el más grande y el más pequeño. Simple ¿No?

Pero al abrir el envase, observé con asombro que todos los huevos eran tan perfectamente iguales entre sí,  que parecían ser fruto de un robot-gallina.

Un tanto apresuradamente estimé que me encontraba ante una selección de ejemplares medios, y por tanto del calibre deseado. Mas he ahí, que en grandes letras rojas, destacaba en el envase  la siguiente declaración: “TAMAÑO EXTRA GRANDE”.

Sin arredrarme por ello, consideré que este desequilibrio, podría compensarse con un incremento en el resto de ingredientes, Así que  recurrí de nuevo a mi vasija graduada para restablecer los  cánones culinarios.

Tras varias tentativas y numerosas roturas, conseguí separar las yemas de las claras, que con pringosa tozudez se resistían a despegarse. Una vez vencida su rebeldía, arrojé los despojos sobrantes al fregadero, contemplando con una mezcla de rencor y fruición, como desaparecían aquellos residuos por el desagüe.

Llegado a este punto, consideré que debía sosegarme y tomar un descanso antes de abordar el acto final. Me repantingué en el sofá, dejándome invadir por un sopor penetrante y reparador. Pero mi sueño se vio agitado por una pesadilla recurrente, en la que una bandada de alados y mofletudos querubines revoloteaba por la cocina, desapareciendo después, tras zambullirse en mis pucheros.

Transcurrido un tiempo incierto me desperté turbado y  aunque algo ofuscado todavía, retomé la receta sin más dilación.
“Póngase a fuego lento y revuelva con una paleta hasta que tenga consistencia”

¿Fuego lento? ¿Es que unos son más rápidos que otros? ¿Cómo establecer una escala de rapidez?
Entre los diversos mandos de la vitrocerámica no localicé ningún botón que hiciera referencia a la velocidad, por lo que recurrí a la vieja cocina de gas.

Un tanto desconcertado, encendí el fuego con parsimonia, intentando con ello alcanzar un grado de lentitud satisfactorio y me puse a batir con ahínco.

A falta de una pauta orientadora, establecí un ritmo de rotación adecuado a mi impaciencia. En consecuencia, el guiso fue pasando por diversos grados de densidad, desde un viscoso inicial, hasta el  mazacote  en  cuyo seno quedó la paleta estancada, impedida de todo movimiento.

Desde luego, la consistencia  había sido conseguida. ¡Y de qué manera!

Deseoso ya de culminar mi propósito, abordé los últimos renglones de la receta.
“Antes de servir añada  las claras batidas…”

¡Maldita sea! ¡Esto se dice antes! Grité con irrefrenable enfado ante tamaña añagaza. Evocando en mi berrinche la visión de las claras desechadas, fluyendo raudas por el desagüe…

Presa ya del desánimo, y  a la vista del poco apetecible resultado, empuñé un trapo de cocina y alzando la mano, exclamé emulando a Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevó”:
“…aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar, ¡a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!".

Al tiempo que abría la puerta del microondas.

Fuente de la imagen: http://cinemelodic.blogspot.com/